Entre la gente del campo y la gente de la ciudad media, por lo pronto, una distancia cultural. Cuando se puso a estudiar los instintos básicos del ser humano, el gran sociólogo Vilfredo Pareto destacó a dos por encima de todos: la persistencia de los agregados y el instinto de las combinaciones . Ligado a la tierra y a la palabra empeñada, el hombre de campo encarna la persistencia de los agregados. Hábil, movedizo, maleable, el hombre de la ciudad cultiva, en cambio, el instinto de las combinaciones. En el campo, la palabra vale más. En la ciudad, lo esencial es ubicarse.
Este contraste se acentúa al extremo cuando hablan un hombre de campo y un político. Mientras los ruralistas salían entonces de una reunión convencidos de que la palabra había sido dada, para los políticos que habían hablado con ellos, y sobre todo para el político que a todos comanda, la palabra empeñada era sólo un astuto disfraz destinado a ocultar lo que él quiere de veras: doblegar al campo, ponerlo de rodillas, para extender aún más el círculo de su dominación. Este constante ir y venir terminó por indignar al campo. Es que in-dignarse es la reacción natural de todo aquel a quien le desconocen su dignidad.